ASIA

APUNTES DEL RAJASTAN
Delhi

Frente al Hotel Grand, y en la misma calle de tierra batida por el ancestral paso de vehículos y personas, la gente duerme en el suelo, o en plataformas de madera sobre ruedas, que de día exponen su comercio. Perros escuálidos sin dueño, pocos niños, pocas mujeres. Monas descolgándose por los cables eléctricos que cruzan como guirnaldas las calles a la altura de los primeros pisos. Por la tarde, la calle se anima con numerosos puestos de comida preparada, frituras y arroz hervido, o fruta. En un minúsculo taller a pie de calle, dos viejos vestidos de blanco impecable tienen un taller de estampación de tarjetas. Con un troquel rudimentario uno de ellos imprime una preciosa imagen en miniatura en la parte central superior de unas cartulinas de elegante papel de arroz. Con suprema lentitud, el que está sentado se inclina para tomar una y mostrármela mientras el otro sigue con su estampación cadenciosa.

De Delhi a Mandawa

Camellos tirando de unas rústicas plataformas de madera. Aves: perdices, gorriones, palomas, cuervos de dos colores, gavilanes, zancudas menudas.
Paisaje: Shikawathi, seco pero hermoso. Esencialmente natural y campos ondulados con khejri y cabañas de ramas, en forma semiesférica. Mujeres coloristamente ataviadas. Escolares con corbata. Ellas, con saris de igual color, distinto según las poblaciones: azul, rosa, malva.
El sol aún está en su cenit cuando llegamos a Mandawa. Desde la puerta del Heritage Mandawa observo como un anciano de un blanco impecable empuja encorvado un arado de madera del que tira una vaca tan blanca y seca como él. Lleva forraje, al parecer monocultivo de la región. El hotel es un antiguo haveli todavía en reconstrucción. Las habitaciones dan a dos patios consecutivos. Decoradas a la antigua usanza, los muros con frescos al igual que los patios porticados. La ciudad es un bello y ajado espejo de su pasada grandeza. El tiempo no ha perdonado la fragilidad de sus maderas ni pinturas. El abandono por parte de sus antiguos propietarios y la ocupación de sus espacios ha hecho el resto. Desde la azotea de una de ellas se contempla una panorámica escalonada de terrazas y patios abiertos. Quiera Shiva que los iniciales proyectos de restauración y habilitación siga un curso favorable y logre rescatarse de su inexorable derrumbe este bello núcleo.
La hora vespertina trae un repique insistente acompañado de un canto monocorde. En el patio del Mandawa Heritage, la tenue luz de las lámparas con cristales azul y verde apenas rescata de las sombras los coloristas frescos, confiriendo a los paisajes la atmósfera para el inicio de una representación en el pequeño teatro de marionetas. Un matrimonio, ella a punto de dar a luz su quinto hijo, ha venido a colgar el telón donde dos marionetas de atuendo rajastaní se sostienen contra dos de las columnas, con la mirada perdida. Quienes han de darles vida, apenas perceptibles en la penumbra, contemplan a su vez las escenas de los muros. El naranja del velo de ella tiene su réplica en un traje pintado. De vez en cuando un cuervo croa y otra ave emite en respuesta un grito estentóreo, quizá un pavo real.
Parte de la tarde la empleamos intercambiando clases de lenguas: castellano y hindi. Nuestro mediador ha sido el inglés, como no. La motivación es la clave y a Ravi, el recepcionista, no le falta.
El sol aun no ha salido cuando cruzo el patio del haveli, abro la cancela de hierro y me adentro en el pueblo dormido.
Como los ojos habituándose a la oscuridad en esta difusa luz sin sombras, voy descubriendo la vida que despierta. Vacas desplazándose lentamente sin destino aparente, perros jóvenes peleándose o jugando. Algunos niños han salido a buscar agua de algunos grifos en las fachadas de las casas. Dos jovencitas me contemplan entre risas desde una terraza y me saludan. Caras soñolientas, encuadradas por las puertas entreabiertas. Algunos hombres y mujeres caminan con recipientes cilíndricos, fiambreras o lecheras acaso. Otra vez los gritos estentóreos de algún ave. Esta vez la veo. Es un pavo real que se ha posado en el pretil de una terraza y balancea el largo pincel de su cola mientras llama la atención. Una mujer joven me ve y por gestos me invita a entrar en su casa. Quiere que penetre en la intimidad de su familia que aun se despereza; quiere “bakish”. Le agradezco el gesto, entro al patio y le pregunto a su hijo si habla inglés. Le digo que no puedo demorarme. Me incomoda interrumpir la intimidad, y hacerlo a cambio de bakish. Foso cultural.
Dos burros recorren al trote el mercado. Regresan al galope y debo dar un salto para evitar ser embestida. Me río al recordar que el día anterior, ciega por la cámara ante mis ojos, no vi una vaca que ajena a todo topó con mi estómago. Apenas movió la testuz y siguió su camino. Imperturbabilidad que invita a la no reacción. Hermosa lección.
Las cunetas de las calles son cloacas abiertas. La vida y la muerte discurren por ellas; una rata yace devorada por hormigas, unos cachorros juguetean junto a una perra recostada. Hombres y mujeres barren el suelo de tierra apelmazada mientras una joven en sari rosa holla las trazas del barrido con sus zapatillas de goma impecablemente limpias. ¡Cuánto oculta una mirada apresurada!
Dentro del fuerte, el templo hindú está abierto. En una poza junto a un patio recién regado, un hombre canta y se lava. Se prepara para la “puja”. Me acerco al altar e invoco las figuras de Shiva y Parvati. Momo me saluda. Recién peinado, habla con soltura mezclando español, inglés e italiano. El y su familia se dedican a pintar los antiguos havelis.

Yo soy el cordero de Dios

La larga ruta de Mandawa a Bikaner pasa inicialmente por pequeños poblados de escasa estética y pobre higiene. Nos hallamos en la región mas seca de la India. Las lluvias monzónicas son aquí una pobre réplica de los aguaceros que llegan a ser mortalmente destructivos en otras zonas. Tan es así que un cielo encapotado apenas puede presagiar un leve puntilleo en los surcos arenosos y algunos charcos en las carreteras mal trazadas y peor pavimentadas. A ambos lados, hasta donde alcanza la vista, dunas escasamente arboladas alimentan con sus matas a algunos rebaños de cabras y ovejas. En un entorno tan puro su lana parece recién lavada y amorosamente secada. Las cabras se enderezan sobre sus patas traseras para triscar los tiernos brotes de los “khejri” que tozudamente se aferran al estéril suelo. De vez en cuando algún grupo de tres o cuatro cabañas humaniza la desnudez. El alarde constructivo de esta región de pastores es un techo de cúpula con paja trenzada y muro circular de ladrillo revestido de adobe. El ladrillo se cuece en grandes montículos recubiertos de tierra. Conforme se necesita, se va retirando del montón, que bien parece un inmenso bollo rojizo al que se le fuera hincando el diente. Una choza dormitorio, una cocina con fuego en el suelo, y otra para almacenar el forraje es todo lo que el poblado contiene.
Dos niños se han acercado a pedir algún regalo. Al poco aparece la madre con un bebé desnudo en brazos. Luce un sari de vivo color. Me ofrece sostener el niño, pero éste desconfía de la extraña criatura que le tiende los brazos. Mas adelante encontramos un rebaño que remontando la cuneta de arbustos se dispone a cruzar la cinta de asfalto. Una oveja ha quedado rezagada y uno de los dos pastores se apresta a azuzarla. El animal apenas puede andar, le falla una pata y el pastor espera compasivamente que recomponga su andadura. Pero ladea los cuartos traseros, agacha la cabeza y cae convulsa de costado. El pastor la observa y llama al compañero, un poco mayor. Este se acerca, le levanta con suavidad la cabeza y comprende al instante. Con un sencillo gesto indica al otro que allí deben dejarla y se alejan tras el rebaño sin volver la vista. La oveja está ya inmóvil. “Donde hay vida, hay muerte”, emito en un vano intento de consolarme a mí misma . Mi hijo me mira de reojo. Mientras el coche se aleja, vuelvo la cabeza y veo un cuervo posándose junto a la oveja dispuesto a continuar el sabio ciclo. Nada se crea ni se destruye... Mientras pienso tal obviedad, se me saltan las lágrimas. Albert rompe el silencio y proclama “Així és la vida, mama”. Me esfuerzo en sonreir “ja ho sé, Albert, ja ho sé”.

Los turistas también tenemos piernas

Tal es la solicitud de Pervesh, el conductor, que no hay modo de alejarse unos pasos del vehículo. Se siente responsable, “it’s my duty, Madam”, afirma a cada momento. No nos permite quedar desasistidos de las cuatro ruedas y el motor. Al llegar a Bikaner, ya lo ha dispuesto todo. Como tiene que llevar el coche al taller , nos llevará al hotel, luego nos llevará al fuerte y allí nos recogerá un amigo suyo para llevarnos a la ciudad antigua y al templo jainista. Desea fervientemente que nos parezca bien e insiste repetidas veces que en cualquier momento podemos llamarle si le necesitamos. Desarmada, le sonrío y le digo “muy bien, así lo haré”.

Bikaner

La fortaleza de Junagarth reverbera bajo un sol abrasador. Los numerosos visitantes nacionales se cobijan bajo su gran portal de acceso, tumbados en el suelo y sudando profusamente. Un guarda imponente organiza los turnos de visita guiada. El guía alternará disciplinadamente la explicación en hindi y en inglés y nos llevará a paso ligero y sin resuello por estrechas escaleras, amplios patios y los hermosos miradores de la residencia de los veintitantos Rajás de Bikaner. Me ha quedado en la retina una imagen desenfocada por el barrido de la mirada de la profusión del calado de la piedra, las policromías de la madera y el estuco y un escaso mobiliario con algún elementos curioso como un columpio ricamente ornamentado con figuritas giratorias .
La vanidad de los Rajás es manifiesta en los numerosos espejos encastrados en las paredes de cámaras y pasillos. Entre los numerosos objetos conservados en una de las salas hay una cuchara fabricada de tal forma que el comensal evitara mojarse los grandes bigotes en la sopa.
Merece mención aparte la amplia colección de armas blancas y de fuego. Entre las primeras, grandes y afilados puñales con los diseños más sofisticados para infligir el mayor destrozo en el cuerpo de la víctima. La fastuosidad de las cortes de los rajás muestra aquí su lado mas cruel. En ocasiones el tiempo y la historia rinden justicia. Hoy los palacios y mansiones de los ricos comerciantes que prosperaron a su amparo yacen en la mayor decrepitud, ocupados por familias pobres o abandonados. Sus fachadas sirven de decadente y hermoso reclamo para atraer a la zona al turismo, que hoy día constituye la mayor fuente de ingresos. La razón de la supervivencia se impone.

El templo Jainista y la ciudad vieja

El templo jainista de Bhandasar presume de ser el más antiguo de la ciudad, con más de 500 años. Está literalmente incrustado en la ciudad vieja.Su estructura piramidal absorbe al visitante directamente hasta la terraza superior desde la que se ofrece una panorámica completa de la ciudad. Oportuna atalaya sobre las azoteas y las calles del mercado. A tal altura, la vida centellea y deja en la penumbra sus aspectos peores. En una azotea, unas jóvenes vestidas con brillantes rojos, rosas y amarillos trenzan su pelo negro mientras ríen divertidas al observar la intromisión de mi teleobjetivo. Me saludan y les correspondo. El tráfico es incesante y resulta absolutamente sorprendente como en talles callejones con cloacas abiertas a ambos lados pueden cruzarse todo tipo de vehículos, personas y camellos tirando de carros. Solo si se desciende, se podrán observar los numerosos perros que arrastran sus deformidades y pelajes raídos. No parecen sufrir ningún maltrato, dormitan en los escalones, se sumergen en el agua putrefacta de las cloacas y los vehículos los sortean, generalmente con éxito. Diversas especies de bovinos se contonean plácidamente entre los transeúntes y vehículos. Los niños están saliendo de la escuela, pulcramente uniformados y corretean por los callejones. Los saris como recién salidos de la lavandería. ¡Qué inmensos contrastes en tan pequeño espacio!


De Bikaner a Phalodi

El Gajner Palace Hotel es un ejemplo magnífico de cómo recuperar un viejo palacio en un hotel de lujo extremo. Hermosos jardines encintados por murallas lo rodean. La decoración y el mobiliario son del más puro estilo inglés, así como los trofeos de caza de su antiguo propietario que presiden el gran comedor. En la cabecera, dos panteras se enfrentan sobre un tronco. El comedor perfectamente dispuesto espera lánguidamente a inexistentes comensales . Tras los ventanales, el lago. Los servicios son de plata, porcelana y fino cristal. Las habitaciones disponen de antesala, vestidor y baño. Disfrutar de tales lujos cuesta 250$ por noche. El sueldo medio actual de un conductor es de 14$ mensuales. Entre los árboles del jardín un pequeño templete de arenisca roja alberga a Ghanesa, única nota que nos devuelve al país en el que nos hallamos. La fachada posterior está construida en arenisca roja bellamente labrada con motivos florales y geométricos. Una inmensa terraza se asoma al lago, a cuyas aguas se accede desde un embarcadero. La barquita que lo surca funciona con un pequeño fuera borda alimentado por placas solares. El jardín es a la vez un aviario: palomas, mirlos, pavos reales. El bosque circundante acoge jabalís y ciervos.
Conforme nos acercamos a Phalodi el paisaje deviene cada vez más desértico. El viento levanta la arena circundante y amenaza con cubrir la carretera, ya reducida a una estrecha franja sin cunetas. Cielo y tierra de un dorado sucio. Las cabañas son cada vez mas escasas y alejadas entre sí. De vez en cuando un turbante naranja o un sari rojo rompen la brumosa uniformidad y desaparecen cual espejismos.

Phalodi

Entre havelis en un lamentable estado de conservación, se destaca el Lal Niwas Hotel, con su fachada pintada de un rabioso rojo inglés. El hotel merece la parada. Dos patios consecutivos dan acceso a habitaciones en dos plantas, salón, comedor y piscina. De los muros cuelgan numerosos cuadros con escenas de la mitología hindú, junto a dibujos y retratos con estampas locales o de diversos próceres. Artesonados y vigas de madera labrada así como las puertas remachadas en bronce en perfecto estado de conservación. En algunos muros de las salas hay hornacinas que hoy exhiben objetos de cerámica, entre los cuales unas curiosas tortugas con el caparazón hueco y algunas perforaciones en forma de flecha orientadas hacia arriba. Al parecer somos los únicos huéspedes occidentales y el placer del silencio envolvente es insuperable. En el bello patio, el cielo nos cubre de una luz violeta, la luna ciñe un halo en su rostro creciente. Pervesh nos propone un regalo: la visita a un poblado cercano de nombre Keechen. En el lugar , un gran espacio rodeado por una cerca, las aves de paso son alimentadas. No es época de migraciones y las aves son escasas, sólo algunas palomas. Nos sorprende tal dedicación a las aves cuando los lugareños no nadan precisamente en la abundancia, pero una vez más nuestra mentalidad occidental se ve superada por la realidad. Pronto encontramos a hombres y mujeres afanándose por construir unos canales de evacuación de aguas residuales con cemento. De cada fachada ya descienden los desagües generales. Los canales son conducciones abiertas pero estas gentes están proporcionando al pueblo mejores condiciones sanitarias de las que disfrutan las ciudades. De la nada se impone la presencia de un caballero de pelo blanco que ufano nos invita a descubrir las fachadas de mayor valor. Ni en Bikaner ni en Phalodi se apreciaba tan fino trabajo en la piedra que aquí luce su bella desnudez en todo su esplendor. Nos habla orgulloso de sus hijos residentes en Europa y América, a los que espera dentro de pocos días, por sus vacaciones. El ya ha visitado Singapur, Hong-Kong y España y próximamente irá a Nueva York. Con extrema elegancia nos ofrece mostrarnos algunas fachadas más y finalmente nos conduce a su propia casa. Reconstruida con mimo, se aprecia el cariño en cada detalle. Ama lo que posee, habla de la bella factura del labrado de la piedra rojiza como si de un cuerpo amado se tratase. Nos conduce a cada estancia y a las terrazas, nos aconseja el mejor ángulo para observar a los pavos reales que las pueblan. Qué belleza y humanidad se respiran.
El enjambre de niños ha ido creciendo. Esta vez nuestras risas se han unido a las suyas pues su presencia es puro juego. Entre fotos y fotos, presentaciones paródicamente formales. Al final del recorrido algunas mujeres y jóvenes han insistido en que les tomáramos fotos. Han establecido una jerarquía: los mayores asumían el control de los mas pequeños y éstos avanzaban risueños o retrocedían temerosos ante sus gestos de advertencia. Dejar Keechen no ha sido fácil.
De regreso a Phalodi, la presencia de un matrimonio y su hijo pequeño en un carro tirado por una vaca blanca nos ha permitido gozar de la hora bruja. El hombre, de bellas y nobles facciones, ha desenganchado la vaca y la ha acompañado lentamente a beber de las escasas aguas de un charco formado en una depresión. Una imagen tan bellamente efímera no suele presentarse. Conscientes de la fragilidad de ese instante, nos hemos aproximado sigilosamente a la orilla. La vaca ha bebido frugalmente, ha girado lentamente su noble cabeza y el hombre, sin dejar de sonreírnos la ha llevado de vuelta al carro. La mujer aguardaba, cubriendo su rostro con el sari rojo. Con la misma cadencia han abandonado la escena hacia poniente.

Master Saib

La blanca figura de Master Saib sonrie al extenso paisaje a sus pies. Se halla sentado con las piernas en la posición del loto sobre un banco de piedra. Su mirada es plácida, su porte sereno. Rondará los setenta. Rotunda nariz y ojos azules hablan orgullosos cuando se presenta. Profesor de historia y de sánscrito, ya retirado. Ha venido a ver a su hijo Fifu que regenta un pequeñísimo hotel, colgado como nido de águilas en lo más alto de la villa de Jaisalmer, al pie de las murallas de la ciudad dorada. Apenas son las 8 de la mañana, pero en el aire reverberante que se cierne sobre la ciudad, se adivina el calor que un día mas cocerá la piedra arenisca a fuego lento. Habla de su ciudad, de los libros antiguos que atesoran la cultura hindú: Los Vedas, el Mahabharata, el Ramayana, escritos en sánscrito. Los Upanishads y su significado. Me recomienda empezar por el Mahabharata. Le pregunto por el Panchatranta, y me explica las cuatro clases de lecciones morales que se extraen de ellos. Sabe que estos cuentos pasaron a las Mil y Una Noches. Añado que de ahí, pasaron a nuestras colecciones de fábulas y de lo mucho que occidente debe a la India, sin ser plenamente consciente. Me explica la estructura del sánscrito y me llama la atención el parecido con el tibetano. Le pido su opinión sobre las aspiraciones de la juventud india ilustrada y me dice que tras un periodo en los 60 en que pretendían la disolución de las diferencias de clases, hoy parecen haber dejado tal cosa de lado, entendiendo que cada grupo social es necesario y complementario. Recita dulcemente las palabras de Rama a Arjuna, impulsándole a cumplir lo que crea que es su obligación. Hermoso mensaje en hermosos sonidos.
Fifu acaba de llegar y al poco se van para acudir al templo.
Antes de la salida del sol, había descendido hasta traspasar las murallas y contemplar como el sol iba dorando los muros, balcones y torres. La ciudad apenas despertaba. Las mujeres empezaban a baldear las calles y barrerlas, los niños de uniforme se dirigían a la escuela. Las vacas balanceaban sus pesados cuerpos con la mirada de quien se siente seguro en un medio conocido y favorable. Al templo de Laxmi entraba un flujo constante de devotos para pedir prosperidad. Se adentraban hasta el altar atestado de ofrendas, oraban brevemente, daban un par de vueltas a un pedestal que en el patio acoge una escuálida planta, y salían de nuevo. De nuevo a sus quehaceres cotidianos. La música estridente llenando las calles aun soñolientas. Su vecino, el templo de Shiva, más antiguo y reducido, está solitario. De él emerge el OM, repetido hasta la saciedad, después de rebotar en la pequeña cúpula. Templo minimalista donde los haya. Un lingam ovoide recibe un goteo procedente de un cordel que pende de una olla de barro. El agua apenas logra llenar la pileta que la canaliza.
El sol ya está alto cuando salgo de nuevo para ir al templo Jainista. Joya donde no hay límite a la fantasía y al desafío en el arte de la cantería. Calados imposibles, profusión de imágenes y tres patios consecutivos de columnas a dos niveles, cada uno con su altar central. En uno de ellos, un monje nos muestra la iconografía jainista encuadrada en la hindú, bella simbiosis que aúna la corriente hindú y una rama de la budista. A pesar de hallarse el sol en su cenit, la luz toma en su interior una tonalidad dorada hermosísima y los relieves de la piedra quedan resaltados como si de una luz vespertina se tratara. Cubriéndolo todo, una bella cúpula de madera tallada con figuras que brotan literalmente de la oscuridad. Sólo el ojo atento podrá apreciar la riqueza de las imágenes policromas.
Jaisalmer está abarrotado de comercios orientados al turismo. El interior del fuerte vive de el. Las zíngaras se disponen tras la primera puerta de acceso, en el gran patio. Venden baratijas. Los hombres tocan y venden instrumentos de cuerda. Su acoso es más colorista que auditivo. Su población es una mezcla curiosa de mujeres tímidas que se cubren con el purda y otras que no dudan en entablar conversación con nosotros o mostrar sin pudor sus abundantes anatomías entre falda y corpiño. Los hombres, especialmente los jóvenes, abordan a los extranjeros, sea para atraerlos hasta sus reductos bien surtidos o simplemente para curiosear o hacernos partícipes de sus conocimientos sobre la ciudad. Pretender clasificar a las personas que he encontrado en un solo día, es tarea absurda. Se confirma el tópico, la India es inabordable, inclasificable. Como mucho apuntes impresionistas de unos fugaces momentos pasados de puntillas por las calles empedradas de Jaisalmer.


El mirador del Monsoon Palace

La cena en la minúscula y acogedora terraza nos acerca al cielo en plenilunio. La tormenta de arena no ha cesado en todo el día. Ahora este fuerte viento serena la agitación que el calor le ha impuesto. Momento propicio para la conversación, la contemplación de la ciudad a nuestros pies, iluminada por largas hileras de luces naranjas y blancas. En la luz vespertina aún se distinguían los cenotafios, hoy cubiertos en la oscuridad del desierto circundante. A ellos nos habíamos encaramado por la tarde.
Los cenotafios están construidos sobre bases cuadradas cubiertas por columnas rematadas por cúpulas y en su centro, la lápida y la estela con relieves reproduciendo al Rajá a pie o a caballo. Se suceden unos a otros en hileras dispuestos sobre una pendiente enfrente de la vieja ciudad amurallada. Desde sus estelas, los otrora poderosos rajás parecen querer dar la espalda a los fastos que disfrutaron en vida en sus palacios, sus cacerías y lujos cortesanos sin cuento. Quizá la posición de las estelas quiera resaltar la impermanencia.
El Patwon-Ki-Haveli es una inmensa edificación que albergaba el lujo y magnificencia de cinco ricos comerciantes de la región. Impresiona la cantidad es estancias, pasillos, patios y la profusión de la ornamentación en la piedra. Cada bloque está unido al colindante con grapas de hierro, cada tabique interior es también de piedra, cada escalón. Destaca la riqueza de los muebles de plata repujada: mesas, sillones, camas, puertas y en los accesorios. El coleccionismo de modernidades de la época se manifiesta en un cinematógrafo, una máquina de escribir o una olla a presión.
No es difícil imaginar a sus moradores combatiendo el calor tumbados en los divanes o en las amplias camas, mientras la servidumbre agitaba incansable enormes abanicos durante toda la noche.

Fifu

Fifu es el propietario del Monsoon Palace, el hijo de Master Saib. A pesar de su pomposo nombre, el Monsoon Palace es una estrecha vivienda de dos plantas que dispone de dos habitaciones para huéspedes decoradas con mucho gusto. Fifu aprendió alemán y libra un esfuerzo continuo para dominar el castellano que ya habla con soltura. Según el mismo relata en sus ejercicios de redacción en castellano, su padre le estimuló a aprender el alemán cuando él gustaba de conversar con los turistas que aquel guiaba por la ciudad. Pronto se inició en la misma actividad, organizando excursiones en camello por el desierto de Jaisalmer. Mas tarde solicitó un crédito y habilitó dos hoteles. Es evidente que Fifu es mas que un hotelero. Gusta de conversar con los clientes, atender a sus necesidades, practicar su castellano y está orgulloso de haber hecho amigos. Ofrece intercambios de cama y comida a cambio del intercambio de Hindi y Español. Es una propuesta tentadora.

Jodhpur

Rao Jodha fundó la ciudad, y como los demás rajás, le dio su nombre. La imponente e inexpugnable fortaleza se inició a mitad del siglo XV. Sufrió numerosos asedios y en los altísimos muros parecen aun resonar las bramidos de los elefantes cargando contra sus puertas. Los elefantes asumieron un papel importantísimos en los ejércitos de la India medieval, como cabalgaduras y arietes. A su paso, ejércitos menos pertrechados eran aplastados sin remisión. El juego del ajedrez, inventado en la India, los esculpió como piezas de defensa, nuestra actuales torres.
La disposición de la triple puerta de acceso al recinto que alberga los palacios tiene las mismas características que la de Aleppo: en ángulo recto respecto al puente para impedir a los atacantes tomar impulso.
A mediados del XIX, el rajá sufrió una terrible derrota de la que regresó herido y habiendo perdido mas de 10.000 guerreros. Las mujeres de la realeza se dispusieron a morir tal como mandaba el código de honor. Hoy sus manos labradas en relieve en piedra testimonian su gesto.
Jodha tuvo que ocupar la colina sobre la que se asentó su fuerte. Allí residía un eremita y sus pájaros. Le echó y éste le maldijo por ello. Jodha dispuso un sacrificio humano para apaciguar la cólera de los dioses. Cuentan que un voluntario ofreció su vida y quedó enterrado en la muralla. Desde entonces, los descendientes de la realeza le han rendido homenaje.
Los palacios albergan completas y hermosas colecciones de palanquines, sillas de elefante, muebles, armas, pinturas y miniaturas. Están separados entre sí por patios, entre los cuales, el destinado a la coronación. A un lado del mismo, una plataforma elevada unos treinta centímetros sostiene una sencilla silla también de mármol. El heredero actual de la dinastía sigue ostentando el título honorífico. Puede escucharse una grabación en la que recuerda la impresión de cómo a sus cuatro años, al morir su padre, la guardia con turbantes naranjas formó y le proclamaron Rajá. Ocurría en 1952, 5 años después de la independencia de la India.
Desde la explanada superior de la fortaleza se domina toda la ciudad de Jodhpur. La ciudad azul, la llaman con justicia. Se trata de un rompecabezas desencajado de cubos enjalbegados de añil, de vez en cuando interrumpidos por estanques verde esmeralda. Algunos buitres planean en el fuerte viento que mitiga el calor. En un extremo del bastión, un templo dedicado a la Trimurti recibe a numerosos devotos.
Desde Mehrangarh se alcanza a ver el cenotafio de mármol blanco con bellas celosías talladas que consiguen crear una relajante atmósfera interior. Una gran cúpula flanqueada por torretas lo culmina. En la ladera una tribu de gitanos vestidos de alegres colores pastorean un pequeño rebaño de cabras.
La ciudad vieja contiene un desbordado mercado en sus estrechas calles. Nada lo distingue del de cualquier otra ciudad aunque a primera hora de la tarde resulta extenuante. Esta sensación se agrava por la circulación incesante de todo tipo de vehículos, animales y personas en pugna por conquistar su espacio.

Una estación de montaña

Ranakpur promete un asueto tras las jornadas vividas en el viento cargado de arena ardiente. Hemos dejado atrás la zona árida y nos adentramos en el Rajastán que nativos y extranjeros han escogido tradicionalmente para huir del calor.
La carretera discurre entre ondulaciones, por barrancos arbolados, oteando verdor en todas sus gamas. Las notas de los coloridos atuendos destacan sobre el verde intenso. Los árboles son ahora exuberantes y de una gran variedad de especies. Toda la región es un oasis atravesado por un río de aguas esmeraldas.
El recinto que alberga el conjunto de templos jainistas – Chaumukha- es un parque integrado en este paisaje. Jardines primorosamente cuidados alfombran los edificios de mármol. Los mas pequeños, de factura muy similar entre sí, se nos ofrecen como una antesala dilatoria de lo que queda por descubrir. Frente al mayor de ellos. Una gran plataforma de mármol accede hasta su acceso escalonado. Pronto percibimos su inmenso encanto. Escalamos la escalinata hasta su recinto interior para contemplar de súbito el mas hermoso juego de luces y texturas. Mil cuatrocientas cuarenta y cuatro columnas sostienen cúpulas a distintas alturas, formando galerías superiores por donde la luz penetra iluminando el interior de las mismas. Cada columna es distinta. El labrado geométrico del mármol blanco proporciona un fondo ante el cual sobresalen las figuras bellamente talladas. Aquí meditó Mahavira, allá por el siglo V antes de Cristo. Fue el mayor renunciante que llevó el ascetismo a sus límites extremos. Tuvieron que pasar 10 siglos para construir esta maravilla que se dedicó a Adinath, el primer profeta. Esta milenaria fe sigue viva.
Lugar que capta al visitante de inmediato, que cuesta abandonar, que invita a recorrer detenidamente sus 29 salas tratando de fijar en nuestro interior los mensajes que el mármol transpira.

La romántica Udaipur

A finales de Julio aun no ha llegado el monzón. De hecho hace cinco años que no visita Udaipur. Sus hermosos lagos se secaron hace dos. Los palacios construidos sobre su fondo, se levantan ahora sobre un tapiz de hierba que los rumiantes pacen a su antojo. Proliferan las salmodiadas rogativas y en la fachada de uno de los ghats puede leerse “Save water, save Udaipur” Aquí y allá yacen barcas varadas, descomponiéndose tristemente al sol. Nuestra sorpresa da paso a la decepción, en parte compensada por la contemplación nocturna de los bellos palacios iluminados con luz dorada. Hasta uno de ellos nos ha llevado Abdul, un conductor de rickshaw . Por un euro hemos rodeado el lago, mostrándonos rincones donde no hubiéramos osado adentrarnos en la oscuridad.
De día la ciudad parece llevar con resignación el castigo de la sequía y los consiguientes daños al turismo. El núcleo viejo es una profusión de comercios cuyos dueños entonan cantos de sirena a los escasos turistas.
Abdul abandonó hace tiempo su trabajo de maestro para dedicarse a hacer de guía, para hablarnos ahora de los tiempos en que la ciudad estaba amurallada para defenderse de los pueblos vecinos. Los puestos de vigilancia en las montañas circundantes cedieron su posición a los templos, cuando tras la unificación de la India, la ciudad pudo por fin vivir en paz. Este es un fenómeno común a todo el Rajastán, donde el poder de los caballeros de la guerra y sus fastos han quedado reducidos a mantener algunas de sus propiedades y ofrecerlas a los visitantes. El Jardín de las Doncellas no es ajeno al paso de tiempo. Sus construcciones están deterioradas y solo el intenso riego ha logrado mantener el verdor de sus especies. Paraíso hoy de ardillas y pájaros, sorprende en él el despilfarro de una preciosa agua de la que la ciudad está sedienta.
El museo de la artesanía alberga muñecos en lamentable estado de presentación y conservación, resaltado por luces mortecinas. Sin embargo, los instrumentos musicales no merecen el oscuro rincón que les ha sido asignado. Dan ganas de coger un plumero, derribar tabiques y hacer entrar la luz a raudales. Afortunadamente las danzas rajastanís que se presentan en el patio del Bagore Ki-Haveli nos harán comprender que el arte de la música y la danza siguen vivos. Dos músicos y cantantes acompañan a los bailarines y al marionetero, que sin el velo de la cortina, acompaña grácilmente los movimientos de una sinuosa marioneta bailarina y un gracioso mago contorsionista que separa su cabeza del tronco y la va colocando sobre distintas partes de su cuerpo sin dejar de acompasar sus movimientos al ritmo de la música. La representación culmina con una bailarina de carne y hueso que irá superponiendo hasta seis cántaros sobre su cabeza, mientras va alzándose, primero sobre dos vasos, luego sobre el borde de una escudilla de metal para finalmente, ya con el mayor peso, caminar sobre cristales rotos. En ese momento, su mirada está perdida, sus ojos entornados, su rostro transfigurado.

El Edén de Prerana

De vuelta a la noche de las calles, los comercios están cerrando sus puertas. Ante una pequeña tienda Prerana nos estaba esperando. Esta mujer es el vivo ejemplo de cómo conciliar gentileza de carácter y habilidad comerciante. Su sonrisa, el tono de su voz, cómo habla de sus artículos de plata, su elegancia de gestos, la defensa del precio que nos ofrece nos hace sucumbir. Se nos ha hecho tan tarde en su tiendecita y nos ofrece llevarnos a su casa y prepararnos una cena en quince minutos. Insiste suavemente hasta tres veces y cuesta rechazar su ofrecimiento, por miedo a ofenderla. Pero nos despedimos de ella y su marido que ha venido a recogerla, deseándole felicidad. De vuelta al hotel, otra turista me comenta que en la entrada a su tienda había algunos comentarios de turistas españoles refiriéndose a ella en los mismos términos. Y es que no es fácil pasar por alto su delicadeza en el trato.

De humanos y bestias

300 kilómetros separan Udaipur de Pushkar. La carretera discurre entre cultivos, velos de brillantes colores motean como amapolas el verde. De vez en cuando, alguna choza de fibra vegetal y algún que otro rebaño de lanudas ovejas y cabras de sedoso pelo.Aquí las cabras son marrón castaño con grandes motas de color toffee. Se alzan ágilmente para comer los brotes de los escuálidos árboles. El tráfico es constante pero fluido y sus normas como siempre inexistentes. Cualquier animal puede cruzar la carretera, desde un pavo real en vuelo rasante, un milano, un camello, un rebaño de ovejas o un gran lagarto. El tráfico no les amilana y menos el humano. Parecen sentirse a sus anchas en su medio natural y los humanos parecen respetarlos en grado extremo. La cultura hindú está profundamente penetrada de este respeto. En todo el Rajastán, las mujeres llevan sobre sus cabezas veladas una almohadilla sobre la que se asienta un ánfora panzuda sin asas, en la que transportan el agua. De esos mismos recipientes la extraerán para lavar, cocinar y beber. En el último caso lo hacen con un cacillo de acero inoxidable cuidando de no acercarlo a los labios. Aún sin asfaltar, las calles de los poblados se barren y riegan pero no existe algo parecido a contenedores o cubos de basura. Cualquier detrito orgánico se echa a la vía pública, donde vacas y perros dan cuenta de ellos. Incluso papeles y plásticos van a parar a sus estómagos. El ciclo ecológico es completo. Con frecuencia he oído o leído sobre la mezcla insufrible de olores en las calles. Sin embargo, por lo menos en el Rajastán, y a pesar de la sequía, en ningún momento ofenden. Es que aún estamos en un medio eminentemente rural , alejado del amontonamiento insalubre de los grandes núcleos, gracias a la escasez de deshechos, únicamente las cloacas abiertas aportan alguna ofensa a la pituitaria. El sándalo, las especies o las frituras suelen sobreponerse al hedor.
Las atestadas calles son otro asunto. La prioridad la tiene el más rápido o más hábil, excepción hecha de las vacas. Dotadas de una impasibilidad a toda prueba, pueden bloquear el tránsito sin que nadie se atreva a tocarlas. Se las sortea, se las roza, se las emplaza pero solo ellas deciden cuando apartarse. No es insólito ver un ternero mamar en medio del atolladero o enormes toros sentados ocupando la calzada.
En alguna ocasión un automóvil ha estado a punto de derribar a un ciclista. Cuando esperas oír un grito, un ademán amenazante o insulto, sorprendentemente el ciclista sonríe y sigue su camino. ¿Será que celebra la suerte de seguir vivo?


2 comentarios:

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  2. Felicitats...
    pel contingut de lo escrit i
    per la selecció de fotografies exposades
    en el bloc!

    Una abraçada,

    Maria Domingo

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