viernes, 10 de septiembre de 2010

Hasta el confin de la China occidental



















Nuestra última etapa en China transcurre entre Turfan y Kashgar. Nuestro largo "camello de hierro " fue el último tramo de via ferrea construida por los chinos. Inició sus pruebas hace ahora unos 30 años. Costó domeñar el desierto y especialmente tramos de fuerte ascenso que debieron salvarse haciéndole transcurrir en zig-zag a través de varios viaductos y túneles. Hoy sigue siendo el medio mas conveniente para cubrir esa misma distancia. La carretera transcurre por el mismo valle. El paisaje cambia; hemos dejado atrás las grandes llanuras áridas del Gobi y serpenteamos por un hermoso valle. Junto al río el valle se ensancha y numerosas yurtas, caballos y yaks se diseminan por los prados. Una recua de camellos tirados por dos hombres cruzan el río por el lecho de guijarros. Este serpentea y da vida a grupos de alamos. El viento hace saltar destellos de plata contra el fondo de arbustos de verde más intenso. Si pudiera apearme del tren, correría por la hierba fresca y hundiría los pies en las cristalinas aguas. Algunas areas de pasto están inundados. El sol baña totalmente el valle. Solo las altas cimas al sur conservan aún la nieve. El tren empieza a escalar la ladera. Llegará a salvar una altura de 2000 metros. Al otro lado del río se ven numerosas construcciones de ladrillo abandonadas, incluso derruidas. Al parecer son los restos de poblamientos de explotación agrícola de los tiempos de Mao. A la caida del sol, el tren sale a una gran llanura. El Tienshan aun flanquea nuestra ruta pero pronto nos apartamos de él y lo dejamos al este para entrar en el Taklamakan. El pedregal se pierde en la distancia, hacia al oeste y el sur. Aun se aprecian montañas en la distancia, al norte, pero ha desaparecido todo rastro de vida humana o animal. Ahora hay un entramado de surcos, antiguos torrentes. Ni una brizna de vegetación. La carretera transcurre paralela a la vida y antes del amanecer hay tránsito de camiones. Conforme nos acercamos a Kashgar, a ambos lados de la via se han dispuesto en cuadrícula pequeñas empalizadas de rejilla para contener la arena y evitar que inunde la vía del tren. Empiezan a aparecer algunos oasis y pastos inundados. Incluso un lago. De repente el oasis se vuelve mas denso y aparecen bosquecillos, huertos, campos de cultivo y viñas emparradas. Cruzamos un río caudaloso y alcanzamos los primeros edificios urbanos: Kashgar.
Encrucijada de caminos, encuentro de culturas. Para los viajeros de occidente, aqui empezaban las grandes regiones peligrosas, el mundo desconocido de Asia. Para los que procedían de Asia, el occidente bárbaro, inculto.
Recorrimos el barrio antiguo, construido en adobe y madera. Casas ruinosas, vigas a punto de quebrarse y muros agrietados. En las que quedan en pie, sin signos aparentes de ruina, algunas han sido distinguidas por pertenecer a los ocupantes de un oficio ancestral, por ejemplo panaderos. Conservan en sus patios los artefactos y herramientas que se utilizaron. Su disposición consta de un amplio atrio, por el que penetra la luz cenital. Algunas gozan de un mirador sobre la ciudad. Como en Turfan , volvemos a encontrar las anchas y grandes camas donde se hace vida todo el dia. Los callejones serpentean incluso bajo algunas viviendas. Apiñadas, sobrepuestas para protegerse del clima. La vida humilde transcurre: mujeres en la cancela o en la calle, las criaturas que aun no andan, se arrastran sobre el suelo de tierra, otras juegan, ríen. Algunos pasos bajos viviendas muestran vigas imposiblemente combadas. Otras no han podido desafiar mas las leyes del peso y la gravedad y se han quebrado. El gobierno chino ha ofrecido abandonar esas precarias casas a cambio de una vivienda gratis, pero al parecer no todos confian en la promesa. Han comenzado a derruir algunas de esas casas y a reconstruir in situ algunas otras, conservando el estilo y dotándolas de suministro de agua y luz. Sigue habiendo dos zonas bien diferenciadas: la china y la uigur. Las calles donde se apiñan multitud de oficios y tiendas son uigurs, llenas de vida y sonrisas. Los cafetines son lugares de encuentro de viejos de largas barbas blancas y gorros puntiagudos o bonetes verdes y blancos (la mayoría). Los venden por 30 yuanes. Los carniceros ocupan espacios mínimos y la carne se exhibe en piezas enteras, colgada de un gancho. El parroquiano señala un pedazo, que el carnicero corta y le entrega.
Al otro lado del rio que limita el barrio antiguo se encuentra el gran bazar cubierto. Se accede a él por diversas puertas, altas hasta la cubierta. Los artículos están ordenados por secciones, desde neveras hasta grifos o ropa interior. Fuera del recinto cubierto se hallan los puestos de comida. Todo el mundo parece estar en la calle, vendiendo o comprando. O simplemente curioseando. El tráfico es constante, especialmente de motocicletas; sin embargo, no hay ruido de motores, parecen deslizarse impulsadas por el viento. Son todas eléctricas.
De nuevo junto al barrio antiguo y enfrente del bazar una gran plaza en forma de abanico donde se halla la mezquita. Es el lugar donde confluyen locales y visitantes. Un hombre sostiene la rienda de un precioso caballo blanco que caracolea y atrae a quién quiere montarlo, siquiera unos minutos. Una cabra de largos cuernos tira de un carrito ricamente decorado ofreciendo un paseo a los niños. Junto a la mezquita desemboca una calle comercial, ya en el barrio antiguo. La vida artesanal te sale literalmente al paso: caldereros, carpinteros, hojalateros, herreros golpean, sierran o tornean. Los hornos de fundición son de cerámica. Aun pisan el fuelle y extraen el metal fundido y lo vierten en el molde desde el crisol, ya en la calle. Alli martillearan hasta darle la forma deseada. Reparan cazuelas mientras su dueña contempla y espera. Le dará unas monedas. Aqui todo se recicla y se amontona mientras tanto en los tejadillos sobre los talleres. De vez en cuando se abre el puesto minúsculo de un carnicero o un frutero. Fruta recién traida del huerto, carne recién muerta. No hay frigoríficos, ni vitrinas protectoras.
En el primer piso de un viejo edificio con balcon corrido, los hombres beben y charlan. Subimos y compartimos una de las mesas con ellos. Nos traen te y pan. Es todo cuanto aqui se sirve. Se vierte el te en cuencos y se moja el pan que se va comiendo con parsimonia. El poso que el te ha dejado se vierte en otro cuenco colectivo y se escancia mas. Es todo el ritual. Si, nos miran y obviamente hablan de nosotros pero en su tono o su mirada nada ofensivo se advierte. Parece simple curiosidad. Las lenguas mutuamente imcomprensibles no alcanzan a mas. Nos hubiera gustado hablar, claro está. Pero es lo que hay. Hay que conformarse con mirar desde este mirador como sigue la vida en la calle. Llega un burro tirando de una larga plataforma de madera sobrecargada de sandías que alguien ha apilado con destreza. Alguien se detiene y compra una tajada. La degusta y sigue su camino. Bajo sombrillas se disponen pilas de manzanas, melocotones y uva. La fruta es dulce, madura, caliente como el aire. Tambien ha llegado hace poco desde el huerto. Y asi transcurre la vida en el barrio viejo de Kashgar.

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