miércoles, 8 de septiembre de 2010

Turfan, en la ruta norte del Taklamakan











Hemos dejado atrás la provincia de Gansu y el desierto del Gobi. El tren empieza a adentrarse en el desierto de Taklamakan cuando se pone el sol. La tierra es gris, cuajada de piedras, hollada unicamente por las roderas de vehículos ausentes y yermos cauces de agua. A lo lejos aparecen de vez en cuando alguna explotación petrolífera y un parque eólico. Estamos entrando en lo que el gobierno chino llama Región Autónoma de Xinjiang, otros el Turquestán Oriental y sus habitantes Uiguristan. Nos dirigimos a Turfan (Tulufan para los chinos) en un cómodo tren litera que salió de Dunhuang al caer la tarde. Miramos por la ventanilla la puesta de sol sobre la tierra que adquiere un negro antracita, sin relieves ni rastros de vida. Ahi afuera, en el temible desierto al que llamaron "entraras pero no saldrás" (tal es la traducción de su nombre), numerosas caravanas fueron sepultadas por las tormentas de arena convirtiendolas en dunas. Ciudades enteras sucumbieron al poder del viento y la arena. El desierto todavía oculta muchas de ellas, brevemente destapadas por los exploradores en algunos casos. Las caravanas solían escoger entre la ruta sur o la ruta norte para bordear el desierto. Nosotros seguíamos la que escogió Marco Polo, la norte. Y Turfan se encuentra en ella. Turfan es un oasis asentado en una depresión. Adentrarse en la ciudad a primera hora de la mañana ya era como hacerlo en un horno hundido bajo tierra, una fragua. Y sin embargo, dicen que cuando sopla el viento ardiente, se está mejor a ras de suelo. Bueno, nosotros acabábamos de llegar, eran las 9 de la mañana y nos apresurabamos para visitar la mezquita de Amin y el famoso minarete que la complementa antes de que el calor lo impidiera. La vida había despertado: en una esquina, un panadero cocía en un horno de barro el pan en forma de torta que nos supo delicioso recién hecho; más allà unas mujeres lavaban en el canal que recorría la calle de tierra; una niña ayudaba al padre a barrer la entrada de una casa; tras los portales abiertos a los patios cubiertos de parras, las camas compartían el espacio con carros y enseres agrícolas. Alguno todavía dormía en ellas. Y es que los habitantes de Turfan duermen en la calle, a lo sumo en los patios. De día, esas mismas camas, grandes, sirven de sala de estar o comedor. Unos niños jugaban a las cartas subidos a una de ellas. Las mujeres lucen pañuelos de alegres colores y sonríen y saludan a los visitantes. Frente a un portal un grupo de mujeres jóvenes, impecablemente vestidas de blanco y tocadas por un pañuelo del mismo color, nos saludan y llaman. Entendemos que estan celebrando el nacimiento de un hijo de ellas. Estamos invitadas a compartir el refrigerio que ya esta dispuesto en una larga mesa. No vemos a ningún hombre, pero ellas rien, charlan y comen. Son uigures. Alguna motocicleta, pero la carga se transporta en carros tirados por burros o caballos. Siempre una sonrisa en la boca. En la larga calle algunas de las viviendas tienen sobre la azotea un ático construido con ladrillos entre los cuales se han dejado orificios a modo de enrejado regular. Son los secaderos de la uva para convertirlas en pasas. Las cuelgan de troncos colocados de lado a lado. Turfan fue y sigue siendo un gran productor de esta fruta. En algunos despoblados, estas construcciones están dispuestas en grupos o en hileras. Cuando abandonamos la sombra de las casas y el camino se abre entre campos, el sol te seca el cerebro. Estamos a 40 grados. El calor emana del polvo del camino, de las paredes de adobe que lo bordea. Sin embargo son el calor del verano y el clima extremadamente seco dos de los responsables de la gran producción de uva y otras frutas. El otro es obra humana: el gran sistema de canales subterráneos, llamados aqui karez. Esta obra de ingenieria la comparte Turfan con otras regiones desérticas de Asia. Desde las montañas se canaliza el agua subterráneamente permitiendo una pendiente regular pero no demasiado pronunciada. De vez en cuando, se excavan pozos de ventilación por donde se puede descender para limpiarlos o repararlos. Vistos desde el aire, se observa netamente el trazado en hileras regulares de tales pozos. Se aprovecha de este modo todo el agua que de otro modo se perdería o se evaporaría. Se puede visitar uno de estos karez y recorrer un segmento. El frescor que allí se disfruta es reconfortante.

Pero este frescor esta reservado únicamente a los karez. La ciudad de Jiaohe nos esperaba. Construida sobre un promontorio triangular formado por dos rios, es una fortaleza natural. Se asciende por una rampa que salva el desnivel y conforme se asciende por ésta, te impacta el calor de mil hornos impulsado por el viento que desciende. Estamos a 46 grados. Tras un penoso ascenso, la ciudad te abduce desde las innumerables torres derruidas. Parecen las manos abiertas tendidas de los muertos que dejaron los mongoles. 200 niños muertos a la vez yacen en un cementerio. Aun se distingue un templo budista, una estupa. A sus pies la vid sigue creciendo. Las montañas al fondo desgastadas por el implacable viento . Fue ocupada desde tiempos inmemoriales hasta el siglo XII, aunque su apogeo corresponde a los siglos VII al X. Estas ruinas de barro agudizan tu imaginación. Tratas en vano de retrotraerte al tiempo de su mayor esplendor y a su agonía final. Sic transit gloria mundi.

A diferencia de Jiaohe, Gaochang si tiene una gruesa muralla que la protege y dibuja su contorno. Los restos son un manto de muros de adobe, donde cuesta distinguir calles y edificios. Quedan en pie a duras penas un templo budista y una cisterna con una bella cúpula semiesférica. Ambos se han reconstruido ligeramente. En la última se aprecian grafitti en letras árabes. A pesar de la destrucción se percibe, sin saber porqué, el esplendor que debió suponer en su tiempo. La muralla suplía el foso natural que posee Jiaohe y aun cuando no se asienta sobre una elevación apreciable, domina la ancha llanura. Es de más reciente creación aunque también fue ocupada por la dinastía Tang en el s.VII y hasta el XI. Entonces pasó a pertener a un reino uigur. Pero antes que ellos, tuvo un monasterio y profesó la fe budista. Luego fue un centro del maniqueismo. Clásico ejemplo de una ciudad situada en plena Ruta de la Seda.

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