Christchurch nos trajo el sol de nuevo, sostenido, brillante durante dos días seguidos. Veniamos de recorrer la montañosa península de Banks, al sur de la ciudad. Acabábamos de disfrutar de los hermosos valles y calas formados por dos volcanes, ya extintos. El cráter de uno de ellos lo ha rellenado el mar dando a Akaroa un puerto profundo donde se reflejan los jardines y las montañas circundantes. La carretera sinuosa escala una vertiente tras otra para ofrecer bellas vistas y desvíos que descienden hasta las playas. Akaroa se beneficia del sol y ofrece en su pequeña extensión multitud de servicios al turista . Tiene aun un fuerte sabor francés, como testimonian los nombres de sus establecimientos. Dicen que un francés compró una parte de los Maoris y cuando regresó se encontró con que otras se habían vendido posteriormente a los ingleses. Estos ganaron la partida, pero los nombres son hoy testimonios de una colonización frustrada.
Pero volvamos a Christchurch. El 4 de setiembre de 2010, un terremoto la sacudió y dañó gravemente muchos de sus edificios. Cuando llegamos el 3 de febrero, aun se apreciaban algunos huecos en las hileras de casas y algunas apuntaladas, aunque algunos hoteles o iglesias anunciaban que estaban activos a pesar de los andamios o puntales. La impresión que producía es que la ciudad tenía prisa por recuperarse, por volver a ofrecer su vida alegre, artística y gozosa . Recorrimos el centro: la plaza de la catedral donde se celebraba una exposición de arte floral con esculturas de animales hechas con plantas y algunas realizadas por los niños mas desfavorecidos de una escuela de primaria. Recorrimos la hermosa calle de edificios históricos que conduce hasta el moderno y acristalado Centro de Arte y mas allá el inmenso parque que alberga el jardín botánico y el museo de Canterbury. Una exposición recordaba la gesta de los exploradores del polo sur, y la colección permanente destina varias salas a relatar e ilustrar la gesta de la conquista de la Antartida de diversas expediciones internacionales. Christchurch fue el puerto de partida para las mismas. En Oxford Terrace, la estatua de Scott de mármol blanco mira a la lejanía, ajeno aun a su trágico final en el hielo. Por la noche habíamos disfrutado de una cena en una terraza con los amigos de Melburne que regresaban al cabo de pocas horas . Oíamos a un grupo de músicos en una terraza cercana. El jardín botánico es un festival de colores y formas. No falta el hibernáculo, con su atmósfera cargada de humedad y sus plantas tropicales. Hoy es domingo y en una amplisima explanada sombreada por hermosos y altísimos árboles, se ha congregado una multitud de visitantes, la mayoría parecen locales. Estan sentados en el césped o en sillas que se han traído. Toman te, conversan, juegan con los niños o comen helados. Sobre un estrado una orquesta de cuerda interpreta breves piezas clásicas. Un silencio respetuoso resalta la belleza del momento. El rio Avon serpentea en amplios meandros. Sus orillas están sombreadas por árboles. Los patos han colonizado sus aguas.
Christchurch nos hizo el regalo de sus ganas de vivir. El lunes 21 salíamos con los pulmones llenos de su aire limpio, y la piel reconfortada por su sol. Solo 24 horas después, un nuevo terremoto iba a asolarla.
Aisladas en las montañas que atraviesa el Levi's Pass nos dirigíamos al Abel Tasman National Park en el norte para alcanzar Motueka. Por la noche se acercó a nosotras un señor que se alojaba en el camping para darnos la noticia y recomendarnos que nos pusieramos en contacto con nuestras familias. No podíamos creerlo. Apenas 8 horas antes, un terremoto de epicentro poco profundo había causado una destrucción sin cuento. Las cifras eran provisionales pero el daño tremendo. A la mañana siguiente la televisión emitía constantes noticias y testimonios en directo de la tragedia. Las imágenes nos permitía reconocer los lugares que acabábamos de visitar. La torre de la catedral había caído, el centro financiero había sido golpeado de pleno a una hora de plena ocupación y actividad. Centenares de personas aun estaban atrapadas. Marquesinas caídas impedín el acceso a los locales comerciales, numerosos heridos eran evacuados. Los hospitales ya estaban saturados, habían llegado fuerzas especiales de Australia, Japón, Gran Bretaña y Estados Unidos. El alcalde, al frente del comité de emergencia instalado en el Centro de Arte, dirigía y daba cumplida información e instrucciones. Los equipos de rescate seguían trabajando después de medio día y toda la noche de un esfuerzo sobrehumano por rescatar a los atrapados. Mas tarde, ya se hablaba de mas de 300 desaparecidos y mas de 60 muertos. Las cifras seguían siendo provisionales. El parque se había convertido en campamento improvisado para los miles de personas que habían perdido su alojamiento. El 80 por ciento de la población no tenía agua pero en breve se iban a instalar 6 grandes depósitos en varios puntos de la ciudad. El suministro eléctrico se había restablecido en la zona mas afectada.
Mi primera reacción fue: “No puede ser. No se lo merecen”, como si alguien lo mereciera. Los mensajes por televisión hacían hincapié en la capacidad de supervivencia, de esfuerzo, de solidaridad, ya demostrada. Los voluntarios superaban la capacidad de organizarlos a todos desde los puestos de mando. Las lágrimas de un miembro del equipo de rescate rompían de vez en cuando su narración. El primer ministro decía ante las cámaras : “ Esta prueba no es solo vuestra, es de toda Nueva Zelanda”.
Volvían a mi mente una y otra vez el simpático camarero que nos sirvió la cena, la recepcionista del hostal esforzándose en ofrecer la información o ayuda necesaria, el empleado de la agencia de alquiler de coches originario de las islas Fidji que manejaba con eficiencia y agilidad el taxi que recogía a los clientes al hotel y la contratación de los servicios, mientras atendía el teléfono y respondía a nuestras preguntas. El eco de los comunicados por megafonía de la central de bomberos vecina de nuestro hostal se amplificaba ahora en mi recuerdo.
Motueka, 23 de febrero 2011
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