Si hay un lugar donde los Kiwis disfrutan de su mar, éste es la península de Coromandel. Parece un largo cuerno apuntando al norte que sobresale como un espolón de la planta de la bota que forma el norte de la isla del norte. Decidimos recorrerla en su perímetro e hicimos bien. Fue una sinfonía de cielos azules, brisas suaves, larguísimas playas y calas vírgenes, otras con una nutrida urbanización de veraneo, que ya a principios de marzo habían sido desertadas por sus ocupantes. Pudimos recorrer las doradas arenas festoneadas por la densa vegetación, bañadas por ríos que se unen a la marea para nutrir poblaciones de aves en las dunas que el aluvión ha formado y que se han constituido en reservas naturales. En Whangamata los escasos surfistas desafiaban con pequeños kayaks las domesticadas olas. Aquí pudimos observar con detenimiento al “oystercatcher”, un característico pajaro negro de largas patas rojas y largo y fuerte pico naranja con el que penetra en la arena en marea baja, abre los moluscos y se ceba en la dulce carne. En otras playas volvimos a encontrarlo disputando el espacio a las gaviotas.
Pocos quilómetros al norte está la playa de Opoutere, a la que hay que acceder por un sendero rodeando la extensa laguna y por una senda de tablas para no estorbar la anidación de un par de especies en unas dunas bajas que casi cierran la bahía. El paraje es hermoso y tranquilo, tan solo a escasos kilómetros de urbanizaciones.
Whitianga, se halla en la larga bahía que el capitán Cook bautizó como Mercury Bay, por ser aquí donde ancló para medir el tránsito de Mercurio. La población es relativamente extensa y debe tomarse un peculiar ferry de pasajeros que en tres minutos cruza el estuario hasta la parte sur. Ello te permite encaramarte al promontorio Shakespear que para tener una panorámica de toda la bahía y de las playas al sur, como la de Cook. La ascensión es breve pero muy empinada. La vista desde la cumbre incluye las islas que pueblan Mercury Bay.
Nos habían hablado de Chums Bay, como de una de las mejores playas del mundo. Decidimos comprobarlo. Debe recorrerse una senda abierta por el paso humano entre la densa vegetación, salvando raíces desnudas en una vertiente que cae a pico sobre el mar. Si se decide ir por la arena en marea baja, ésta está sembrada de grandes piedras desgastadas por el mar que apenas dejan espacio libre entre sí. Luego hay que atravesar la estrecha península que conecta esta playa con la siguiente. Por fin y de repente descubres lo que buscabas. Una limpia arena dorada con árboles que abalanzan sobre la arena troncos retorcidos y frondosas copas y entre ellos enormes formaciones rocosas rosas, amarillas, negras, como fondo de escenario. El agua llega mansamente a la orilla. Las gaviotas y los oystercatchers se pasean sin gran temor del visitante. Tomamos un picnic bajo la fresca sombra y sobre la hierba contemplando el horizonte donde se distinguen islas azul zafiro.
A partir de aquí decidimos cruzar a la costa oeste de la península, hasta la población de Coromandel. Teníamos entendido que no tenía demasiados encantos, pero la sorpresa al divisar su bahía desde lo alto me hizo pensar en la injusticia. Situada en una profunda y ancha bahía, un manto de terciopelo verde la cubre, asi como a las innumerables islas que la pueblan. El contraste entre el verde dorado y el azul intenso del mar es extraordinariamente hermoso.
A partir de aquí, descartamos la opción de remontar hacia el norte debido a la distancia y a los días que nos quedaban para ver Auckland y parte de Northland. Asi que descendimos por la costa este del golfo de Hauraki. Esta costa no tiene gran parecido con la oriental de Coromandel. No hay grandes playas ni calas, la montaña encuentra el mar en vertical y el agua del Firth of Thames es terrosa. La carretera bordea el fondo del Firth y de alli se toma la ruta de Auckland.
Atravesar esta ciudad por autopista te da la sensación de que no se acaba nunca. Luego descubrimos que tiene una extensión doble que la de Londres, para una población de apenas un millón de habitantes. A pesar del intenso tráfico, bifurcaciones y desvíos múltiples conseguimos el objetivo y llegamos a pernoctar a Whangapaparaoa Si, los nombres se las traen. Estoy segura que si se hiciera un recuento de la proporción de nombres maories en la toponimia del país, no bajaría del 80 por ciento. Especialmente en la isla del norte.
Whangapaparaoa describe una península y el pueblo principal y de hecho es una densa urbanización de casas de veraneo de los habitantes de Auckland. Está apenas a 50 kilómetros al norte y a partir de aquí, la costa este al norte de la península de Auckland es otra sucesión de urbanizaciones de veraneo.
Tras visitar algunas de ellas y sus bellas playas decidimos que preferíamos dirigirnos a la reserva de Kauris de la costa oeste de Northland. Subimos hasta Whangarei y de allí cruzamos a Dargaville por un paisaje eminentemente rural, de pastos ondulados y contadas casas. Desde Dargaville la carretera zigzaguea por el relieve, salvando todos los accidentes naturales.
El Kauri se considera el segundo árbol mas alto del mundo después de la Sequoia americana. Crece en el bosque húmedo salvando innumerables dificultades. Entre ellas el hecho de tener raíces muy poco profundas, los parásitos y la explotación de su resina y madera. Y sin embargo, quedan en pie ejemplares de mas de mil años. Para los Maories era un árbol sagrado. Para los “pakeha” como fueron llamados los blancos por los primeros, una madera muy apreciada y digno de ser talado a gran escala. Hoy sigue siendo un árbol protegido y de ahí que existan reservas como las dos que visitamos. Antes de entrar a pie en ella, debes rociarte las suelas con un desinfectante e igualmente al salir. Sus troncos son muy anchos y rectos en toda su altura. Las ramas relativamente cortas nacen en penacho en un pequeño segmento de la parte superior y la hoja es muy pequeña, de modo que el cielo se trasparenta a través de su copa. Todo ello añade una impresión mayor de altura.
Este ha sido nuestro último contacto con la naturaleza antes de Auckland.
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