martes, 25 de octubre de 2011

Las Terrazas del Lomo del Dragón y el Puente de la Lluvia y el Viento





































En Guilin ha salido el sol y el moho y desánimo han huido de mi. El pronóstico es bueno para los próximos cinco días y me propongo seguir ruta hacia el norte, para ver por fin las terrazas de arroz. Aunque no está demasiado lejos de Guilin, hay que tomar dos autobuses para dirigirse a Ping'an, una de las zonas donde contemplar las terrazas de arroz. Allí las llaman Longi Titian. Unos pocos kilómetros antes hay que pagar el acceso al parque, dividido en tres areas. Decido visitar la zona central. De allí una furgoneta me deja ante el arco de entrada. Ahora habrá que ascender por una cuesta pavimentada de canto rodado desgastado y pulimentado por el paso incesante. Ningún vehículo puede transitar por él, solo algun caballo sobrecargado que dobla las patas penosamente. Arrastro resoplando mi mochila de ruedas. Algunas mujeres se han acercado para ofrecerme llevarla a la espalda en un gran cesto colgado de sus hombros. Me parece humillante que carguen con ella y continuo. Sin embargo, al llegar al puente de madera cubierto donde el ascenso se convierte en un largo tramo de escalones que se encaraman cada vez mas, escojo a una joven Zhong con una gran sonrisa. Por 1,50 euros va a subirla donde yo no hubiera conseguido hacerlo en todo el día. Trota ante mí como si no llevara carga alguna. Mas tarde veré a los nuevos mandarines haciéndose transportar en cómodos sillones de mimbre sobre parihuelas por dos esforzados muchachos. Me alojo en un hostal privilegiadamente ubicado con vistas al abanico de terrazas de arroz a sus pies. Mi habitación tiene una terraza en la primera planta con las mismas vistas. Las terrazas tienen el color del oro, la cosecha ya ha empezado.
Emprendo de inmediato el circuito que recorre pegado a la loma de las montañas todo el circo de las terrazas. Cada recodo ofrece una vista distinta, a cual mas bella. Sigue una misma cota de altura, así que no implica ningún esfuerzo y puedo concentrarme en su contemplación. En algunos tramos veo de cerca la siega.Individualmente o en pequeños grupos, cogen con una mano un puñado de espigas y con la otra los siegan con la hoz. A continuación los depositan delicadamente en un extremo. Efectuan movimientos armónicos, a un ritmo lento y constante; mas parecen gestos de tai-chi. En una sencilla casa de madera colgada sobre una de las terrazas una mujer cocina sobre los tablones del suelo de la terraza: brasero de leña, una olla cubierta de hollin echa un humo blanco. Está cociendo el arroz de su almuerzo. Me lo muestra con una sonrisa. Va vestida con el atuendo tradicional, sin adornos, que se reservan para las fiestas. Me ofrece alguna artesanía. Regresaré por el mismo punto y le compraré alguna.
Toda la población, incluidas las grandes casas reconvertidas en alojamiento conservan su estilo. Madera oscura y tejas negras. El pueblo se integra en el conjunto, se encarama por los pequeños valles entre los lomos de las terrazas. Predomina el silencio, incluso de día.
En el hostal se aloja una familia canadiense. Los abuelos y los padres de dos criaturas de 7 y 12 años. El matrimonio mas jóven resideen Shanghai; él está en el mercado energético. Bárbara, la abuela, me saluda cuando regreso del paseo. Charlamos sobre China, sobre las minorías. Me dice que ni en sueños hubiera imaginado viajar a China y que está muy gratamente sorprendida de cuando ha visto. Nació en Africa, en una antigua colonia británica, en una ciudad minera. Entonces no era consciente de cuanto la rodeaba, para ella era natural, su entorno. A Gregory, su marido lo conoció en Sudafrica. A los 23 abandonó Africa y se fue a Canadá. “Hace unos siete años regresé por primera vez y quedé en paz”. Mas tarde se acercará de nuevo para invitarme a compartir la cena con ellos. Allí seguimos conversando sobre Canadá, España, la crisis. Canadá no ha sufrido mucho la crisis. Les preocuparon sus exportaciones a EEUU y las consecuencias de la tormenta financiera. Se abrieron entonces a otros mercados. Parecen satisfechos de su nueva vida en Shanghai, especialmente la mujer jóven, que confiesa estar adaptándose, dando algunas clases, aprendiendo chino y cocina y jugando al tenis. Los hijos son despiertos, comunicativos y la mayor, Georgia, curiosa e interesada por la conversación.
Al dia siguiente me despido de mis amigos y me dispongo a viajar hasta Chengyang, país de los Dong. El puente de La Lluvia y el Viento está en la población de Ma'an. El hotel es un edificio como todos los del pueblo: totalmente construido en madera. Su terraza es un mirador sobre el puente; solo lo oculta parcialmente un conjunto de bambús. El río se desliza a mis pies, junto a una noria abandonada y cubierta de maleza. Transito por el bello puente de madera de abeto casi negra. Tiene una longitud de 75 metros, está cubierto y coronado por 5 torres, de múltiples aleros. Dicen que en su construcción no se utilizó ni un solo clavo. Los habitantes del pueblo lo terminaron en 1912 y tardaron 12 años en completarlo. Algunas mujeres ofrecen artesanías, sin insistencia. Alotro lado del puente una niña toca una especie de flauta. Con la mirada fija, emite una melodía muy agradable. Me paro frente a ella. Se percata e interpreta "Frère Jacques". Le sonrio y la felicito. Acepta una foto.
Este es país de té, que se cultiva en las laderas empinadas. A la orilla del gran meandro del río, los caminos separan los campos de arroz. Las norias aportan el agua. Cuando visito el pueblo, está a punto de ocultarse el sol. Algunas mujeres transitan balanceando el cuerpo para compensar el peso de las pértigas de las que penden a ambos extremos grandes sacos de grano. La plaza, rodeada de altas y bellas casas de madera, mira al meandro y los campos. En un extremo, se halla el “centro social” presidido por un gran retrato de Mao, ya amarillento. Junto a él, un televisor emite danzas que nadie mira. Bajo el alto techo del inclinado tejado, unos hombres aprovechan la última luz junto a la ventana para jugar una partida, concentrados y ajenos a mi curiosidad. En el vano de la puerta asoma una seria y hermosa cara infantil. Las mujeres charlan en la cancela de otra casa . Un hombre joven sostiene en sus hombros a un niño de unos 4 años. Me sonrien y me acerco. Una mujer muy mayor, doblada por los años se acerca con una gran sonrisa y me ofrece colgantes de peces y mariposas bordados. Le compro un par y le pregunto al niño como los llama él. Como respuesta entona una canción, seguramente aprendida en el colegio. El padre sonríe satisfecho. Desciendo hasta los campos. Unos niños juegan junto a una charca. Por el suelo hay numerosas vigas y planchas de madera que se están substituyendo en las partes donde ha atacado la podredumbre. Es un taller sin límites, pero no hay suciedad. Entiendo que el trabajo de conservación de estos edificios ha de ser continuo. Aquí y allí, unas placas recuerdan la necesidad de cuidarse del fuego.
La vendedora de la plaza es el único signo que percibo de actividad turística. Incluso ella se esfumó tras la exigua venta. Aquí sigue la vida que sus antepasados llevaron. La única modernidad es la luz eléctrica, que no se prodiga.
Cuando regreso cruzo el puente de nuevo, ahora desierto, silencioso. No tiene luz eléctrica y solo se oye el rumor del río. Solo unas pocas luces amarillas perforan las siluetas de las casas. La noche cae rápidamente.
Desde la terraza del hotel contemplo el puente festoneado de luces doradas. Tras una cena deliciosa de berenjenas y setas, me retiro.

Por la mañana temprano un velo de seda cubre el puente. De los negros tejados se elevan hilos de humo blanco. Trina algún pájaro, que el abuelo del hotel trata de distinguir entre las ramas. Esta fumando su larga y fina pipa en silencio, casi inmóvil. El resto es silencio. La vida de estas personas es como el río, discurre sin variaciones, cíclicamente, como habrá ocurrido durante muchas generaciones. La noria de enfrente permanece en silencio.

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