Estamos en Salento,
en la principal zona cafetera de Colombia, hoy convertida en reclamo
turístico de primera línea. Abarca las tres poblaciones de Armenia,
Manizales y Pereira, al sur de Medellin y a oeste de Bogotá, de la
que dista unas ocho horas en autobús.
Es una zona
frondosa, de clima tropical templado, con amplios y hermosos valles
cultivados.
Salento
está cerca de Armenia y sus vivienda paisa
tradicionales
se han rehabilitado y pintado sus fachadas de brillantes colores.
Toda su población parece volcada en el turismo, ofreciendo numerosos
productos de artesanía.
Al final de la Calle Real y hasta el Alto
de la Cruz, remedo del Calvario, se asciende por empinados escalones
y desde allí se contempla el hermoso Valle
del Cocora adentrándose
de oeste a este. En la distancia se aprecian algunas fincas y pastos
con vacas, el rio serpenteando como un hilo de plata y la bruma en la
lejanía. Los picos son arbolados.
Una mujer esta sentada. Ha traído a su golden de paseo y nos saluda.
Vive en una casa de verdes puertas y ventanas, frente a los Bomberos,
al pie del Alto. Nos cuenta que su hijo y nuera viven en Palamos; su
hijo conduce un autocar de Sarfa, en la ruta Palamós-Barcelona y su
nuera trabaja en un geriátrico. Al saber que mis compañeros de
viaje viven a caballo de ambas poblaciones se le saltan las lágrimas.
Le ofrecen su tarjeta para que su hijo los llame si lo desea y puedan
encontrarse para charlar un rato. Lo agradece infinitamente y desea
que Dios nos acompañe. Dice no molestarle el turismo, al contrario.
Vista de Salento desde el Alto de la Cruz |
Valle del Cocora desde el Mirador |
Volvemos a descender por una senda que nos lleva hasta un mirador.
El fondo del valle cobra mayor detalle, el sol desciende y la luz
dora el intenso verde. Proseguimos hasta el Chalet Mundo Nuevo,
ubicado en un promontorio como proa de barco sobre el valle. Tras la
reja Adolfo, un hermoso joven de negra piel y blanca sonrisa, nos
abre y nos invita a pasar. Nos acompaña hasta el extremo del espolón
y nos ofrece colchonetas para sentarnos a contemplar la vista. Al
poco reaparece con café recién hecho. No esperábamos tal acogida y
me conmueve. Degustamos la bebida mientras el sol cae rápidamente
dejando el valle en sombras. Mañana vamos a recorrerlo.
En la Posada del Angel nos espera una terracita con buenas vistas
para cenar piña, lulos y bananos.
Desde Salento salen los Willis, pequeños jeeps añejos de brillantes
colores. Uno de ellos nos llevará en media hora hasta el inicio del
camino que se adentra en el Valle del Cocora. En cuanto
descendemos del vehículo nos ofrecen caballos para hacer el
recorrido. Optamos por hacerlo a pie y asi tambien controlar el
tiempo que invertimos. Hay dos alternativas: o bien descender a la
derecha para llegar al fondo del valle y despues remontarlo para
regresar por una parte mas llana hasta los dominios de la palma de
cera, endémica de Colombia. Ya la atisbamos en la carretera de
Popayan a San Agustín, al atravesar el Parque del Puracé, pero allí
tenía que perforar la densa vegetación y asomar su esbelto tronco y
su plumero. Aquí, están diseminadas sobre el verde pasto y se
enfilan por las laderas de las montañas. Optamos por iniciar el
camino de la izquierda que nos mantendrá mas o menos en terreno
llano y regresar por el mismo sitio. El recorrido total iniciando por
el camino de la derecha dicen que lleva unas cinco horas, pero no
disponemos de tanto tiempo.
Al cabo de un trecho el camino desciende hasta el rio, que hay que
atravesar por un puente colgante de planchas de madera. Luego remonta
y sigue por una estrecha senda hasta que debe cruzarse de nuevo el
río. Antes de hacerlo un camino a la izquierda accede hasta la verja
de una finca con un enorme letrero que advierte: “Peligro. Toros
Bravos”. El rio se demuestra incapaz de ser vadeado sin caballos,
así que decidimos regresar desde este punto.
Al otro lado del valle
se aprecian un par de fincas ganaderas, cuyas casas se asientan en un
prado inclinado. Los pastos se situan a distintas alturas en medio de
los bosques. Las palmas coronan las lomas, se destacan sobre el cielo
nublado o puntuan los pastos, donde pacen vacas.
En un punto del camino un caballo parece avanzar solo. Lleva al lomo
grandes lecheras. Se detiene ante la verja de una finca. Una pareja
llega al poco. El se dirije hacia la verja. “¿Va a ordeñar las
vacas?”. “No, ya lo hice a la mañana, ahora regreso de llevar la
leche”. El caballo y el se adentran en la finca. Su mujer, Socorro,
se acerca y empezamos a conversar. Viven un poco mas arriba y nos
ofrece leche. “Fuimos desplazados hace ocho años. Llegó la
guerrilla y querían comprar un gallo. Ofrecí regalárselo, tenía
miedo por mis hijos. Nos ordenaron empacar cuatro cosas y marcharnos.
Mi hija menor tenía meses, la mayor quince. Temí que quisieran
llevarse a mi hijo mayor y a mi hija, pero sabía que implorar era
inútil. Cogimos a los hijos y salimos de allí de inmediato”.
“¿Donde fue eso?”. “Aquí, en el Quindío. Cuando llegamos a
Salento, la gente nos dió lo que podía, ropa, alimentos, nos ayudó
mucho. Hace cuatro años que guardamos la finca y vivimos tranquilos.
Aquí hay mucho ejército de forma preventiva.” Pero la voz aun le
tiembla un poco y los ojos se le llenan de lágrimas. Nos quedamos
sin palabras. Solo se me ocurre decirle: “Pero eso ya pasó, ahora
todos están bien”. Sonrie.
“Allá arriba,¿ los ven?, hay toros bravos. Los crían aquí y los
mandan a las ciudades para las corridas. No debe entrarse en las
fincas. El año pasado unos extranjeros entraron y fueron heridos
gravemente. Hubo que trasladarnos a Armenia. Luego pidieron un millón
de pesos de indemnización.”
“Si regresan alguna vez no dejen de visitarnos, mi casa es humilde
pero les ofreceré con mucho gusto un sancocho”. Nos da una
tarjeta. Su cuñado ofrece caballos. No será por falta de ganas que
no regrese a este país de gente entrañable y afectuosa.
De regreso en Salento, comemos y observamos algunos soldados que
conversan con la gente. Un par de ellos llevan un Stratfordshire con
su chaleco militar. Nos dicen que esta adiestrado para detectar
explosivos.
Tomamos un camino que, dejando el cementerio a la derecha, conduce al
cabo de una hora a la finca de Don Elias. Está mal
pavimentado pero el paisaje sigue siendo muy hermoso. A lado y lado,
de vez en cuando se aprecia alguna vivienda y campos. Pasada una
media hora empezamos a ver campos de café. Nos han recomendado
visitar la de Don Elías porque al parecer la enseñan con interés y
detenimiento por 5000 pesos. Y así resulta. El nieto de Don Elías
aparece de inmediato con una bolsita al cuello. Descendemos por al
cafetal y nos muestra tres plantas representativas de las tres
especies: arábiga, y dos tipos de Colombia. Nos explica las
diferencias. “La calidad es similar, pero en el caso de las
colombianas, dan producción todo el año. La mata produce durante
unos siete años, al cabo de los cuales, se la puede cortar a 30 cm
del suelo y vuelve a producir la planta al cabo de un año. Esta
operación se puede practicar hasta tres veces. Luego hay que
reponerla, mediante una mata nueva, que procede del plantel de cuatro
meses a partir del grano sembrado en arena. En el caso del Arábiga,
una planta produce una vez al año, aunque puede hacerlo durante
veinte o veinticinco años. Esta especie ya no se cultiva; nos
concentramos en las dos variedades colombianas”. Nos muestra a
continuación como el terreno se aprovecha para cultivar a la vez
banana, que a la vez da sombra a la mata y alimenta a la familia.
Mientras las matas son jóvenes, aun no requieren sombra, pero se
alterna la plantación con frijol y otros cultivos. No se utilizan
abonos ni pesticidas. Trinchan la hoja del banano y la del cafeto
caída, se mezcla con ceniza de la leña, se la añade agua y se
riega el suelo, como fertilizante. Ha ido recogiendo granos rojos o
amarillos, según la especie, los pelará con los dedos y mostrará
el fruto recubierto de una fina película untuosa. “Esto debe
limpiarse, luego lavarse y finalmente secarse al sol durante varias
semanas”. Con un rastrillo le da vuelta a la capa de grano secado
bajo una cubierta de plástico transparente. No aparta al perrito que
ha venido a echarse sobre el grano. “Una vez seco, se tuesta
removiendo continuamente con una cuchara en una cazuela, sin añadir
nada, durante una hora.” La finca la maneja con su padre y algún
ayudante temporal cuando se trata de sacar las malas hierbas. En
época de recolección contratan a una cuadrilla. Es la única finca
cafetera orgánica, cuyo producto venden exclusivamente a los
turistas.
Después de ofrecernos un café delicioso, recién preparado, se
despide para atender a otra visitante.
Plaza central de Salento. Iglesia y Estatua de Simon Bolívar |
Regresamos en un Willy a Salento por el mismo camino. Mañana toca
regresar a Armenia para enlazar con el autobús a Bogotá.
24 de febrero 2012
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